
“Recordad que matar un ruiseñor es pecado. Los ruiseñores sólo se dedican a cantar para alegrarnos. No estropean los frutos de los huertos, no anidan en los arcones del maíz, no hacen más que derramar su corazón, cantando para nuestro deleite. Por eso es pecado matar un ruiseñor”
(Harper Lee, Matar un Ruiseñor)
Espérame...
En el vado de sueños donde pueden sembrarse las miradas más amplias...
Sé que te has ido, y sé que no recuerdas en qué puerto encallaron
las buenas intenciones o mi nombre y los labios que mordieron
tus entrañas y el alba, o cómo hacer escala en otro cuerpo,
salvarte del naufragio inexcusable sumido en la quietud de los nenúfares,
ardiendo hasta la médula sin apenas un gesto.
Ya lo sé, se nos cae la palabra, no soporta los vértices perdidos
detrás de la retina, atravesado el párpado con el último aliento...
Y aunque no estás, te contiene esta lágrima, irisada en momentos
que nunca terminaron de marcharse.
Y luego...nada...sinestesias de un alma que disloca los días
con el amor ya fuera de los goznes.
Y yo...no sé salir de aquí, no sé salir de ti sin destapar la caja de los vientos.
Me deshago en dialécticas y otros quiebros de voz, turbiedades de almohada
con trasfondo de lunas ocultas en tu pecho.
Si me hubieras dejado algún guiño descalzo debajo del felpudo,
treparé a tu ventana una última vez, clavándole las uñas al invierno.
Seré tu ruiseñor, que, herido de esperanzas, intime con las sombras
sin dejar de buscarte en otros besos.
Espérame...En el vado al que van los sueños que no fueron.
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