18 de agosto. Hace frío. El paisaje se ha apagado un par de tonos.
Vuelvo a casa. Me esperan las aceras de siempre, las comidas caseras y esas dosis de ternura que me guardo en un bolsillo para las emergencias.
Abro un cajón y encuentro un par de patucos de lana de color lavanda. No me lo pienso: tengo que ponérmelos.
Qué sensación tan reconfortante, mezclar los susurros de un otoño prematuro que se asoma tímidamente por las calles –y a veces en tus ojos- con una prenda antigua caída en el desuso…
Y así, con un pijama viejo que me viene algo grande, ojerosa, despeinada y con mis gruesos patucos de larga tradición familiar, me invade un hormigueo de paz y seguridad dulcemente ficticios, algo que sólo pueden darme la idea del hogar o tus abrazos…
Y me toca reprimirme para no salir corriendo con ellos por el pasillo, derrapar como cuando niños y chocar irremisiblemente (como siempre) contra el marco de alguna puerta.
La infancia me hace guiños desde todos los rincones de mi cuarto.
sábado, 19 de agosto de 2006
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2 comentarios:
yo me sigo chocando contra el marco de alguna puerta, no siempre claro, pero después de haberte leido no me importará hacerlo más amenudo.
Me gusta pensar que sigo siendo un niño a pesar del paso de los años. Un niño adulto tal vez...
Gracias, tus palabras me devuelven de nuevo esa sensacion que la vida tiende a desgastar...
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